Guillermo Lora

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enero 23, 2015

El insólito parentesco ideológico del Estado plurinacional boliviano y la nueva derecha francesa

“Defendemos a los pueblos que luchan contra el imperialismo occidental”; “nos adherimos a un modelo de tipo comunitarista” que mantenga estructuras de vida colectiva, y simpatizamos con una “verdadera democracia participativa” y plural que reconozca la fuerza de las diferencias (étnicas, lingüísticas y políticas), que “rompa con la ideología del progreso” asociado al “nivel occidental de producción y consumo”, y que supere el “antropocentrismo moderno”, declara un curioso “manifiesto” político que bien podría ser atribuido al más apasionado soldado de la “revolución democrática cultural” boliviana. Pero no, es el manifiesto de la autodenominada “Nueva Derecha” francesa, enarbolado hace más de una década, antes de que Evo llegue a la presidencia.

A principios del siglo XXI, los escritores franceses Alain de Benoist y Charles Champetier publicaron un documento político denominado “Manifiesto de la Nueva Derecha” con el objetivo de “contribuir a la renovación del liberalismo y del marxismo que pertenecen fundamentalmente al mismo universo heredado del pensamiento de las Luces”.

Benoist y Champetier aclaran que la Nueva Derecha nacida en 1968 “no es un movimiento político, sino una escuela de pensamiento” que postula la “radical renovación de nuestros modos de pensamiento, de decisión y de acción” mediante la superación de oposiciones fácticas (“nacionalismo e internacionalismo”, “liberalismo y marxismo”, “individualismo y colectivismo”) y “la implosión de las falsas dicotomías” (sujeto y objeto, cuerpo y pensamiento, alma y espíritu, esencia y existencia, racionalidad y sensibilidad…) que “enmascaran lo esencial…”.

En virtud a sus sorprendentes coincidencias con el ideario del ecologismo reformista internacional y de la intelectualidad posmoderna que sustenta al gobierno de Evo Morales, Pandebatalla reproduce a continuación el “Manifiesto de la Nueva Derecha”.

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Manifiesto de la Nueva Derecha

Alain de Benoist y Charles Champetier *

La Nueva Derecha (ND) nació en 1968. No es un movimiento político, sino una escuela de pensamiento. Sus actividades desde hace más de treinta años (publicación de libros y revistas, celebración de coloquios y conferencias, organización de seminarios y universidades de verano, etc.) se sitúan en una perspectiva eminentemente metapolítica. La metapolítica no es otra manera de hacer política. No es en absoluto una “estrategia” que tratara de imponer una hegemonía intelectual; tampoco pretende descalificar a otras posiciones o actitudes posibles.

Sencillamente, la metapolítica reposa sobre la constatación de que las ideas juegan un papel fundamental en las conciencias colectivas y, de forma más general, en toda la historia humana. Heráclito, Aristóteles, Agustín, Tomás de Aquino, René Descartes, Immanuel Kant, Adam Smith o Karl Marx provocaron en su día, con sus obras, revoluciones decisivas cuyo efecto aún se percibe. Es verdad que la historia es resultado de la voluntad y de la acción de los hombres, pero tal voluntad y tal acción se ejercitan siempre en el marco de un cierto número de convicciones, creencias y representaciones que les confieren un sentido y las orientan. La ambición de la ND es contribuir a la renovación de esas representaciones sociales-históricas.

Por otra parte, el acierto de esta perspectiva metapolítica viene avalado por la reflexión sobre la evolución de las sociedades occidentales al alba del siglo XXI. En efecto, hoy constatamos, por un lado, la creciente impotencia de los partidos, los sindicatos, los gobiernos y el conjunto de las formas clásicas de conquista y ejercicio del poder, y por otro, la acelerada obsolescencia de todas las viejas fronteras y divisiones que habían venido caracterizando a la modernidad, empezando por la tradicional díada derecha/izquierda. Simultáneamente estamos asistiendo a una explosión sin precedentes de los conocimientos, que se multiplican sin que sus consecuencias lleguen a ser siempre totalmente percibidas. En un mundo donde los conjuntos cerrados han dejado paso a las redes interconectadas, donde los puntos de referencia resultan cada vez más confusos, la acción metapolítica consiste en intentar volver a dar un sentido a las cosas, al más alto nivel, a través de nuevas síntesis; en desarrollar, al margen de la insignificancia de la política, un modo de pensamiento resueltamente transversal; en definitiva, en estudiar todos los campos del saber con el fin de proponer una visión coherente del mundo.

Tal es nuestro objetivo desde hace treinta años, y el presente Manifiesto así lo muestra. Su primera parte, “Situaciones”, ofrece un análisis crítico de nuestra época. La segunda, “Fundamentos”, expone la base de nuestra visión del hombre y del mundo. Una y otra están inspiradas por una posición pluridisciplinar que supera la mayor parte de las fronteras intelectuales hoy reconocidas. Tribalismo y mundialismo, nacionalismo e internacionalismo, liberalismo y marxismo, individualismo y colectivismo, progresismo y conservadurismo se oponen, en efecto, dentro de la misma lógica complaciente del tercio excluso. Pero desde hace un siglo estas oposiciones fácticas enmascaran lo esencial: la amplitud de una crisis que impone una radical renovación de nuestros modos de pensamiento, de decisión y de acción.

En vano, pues, se buscará en estas páginas el rastro de unos precursores de quienes nosotros no seríamos más que los herederos: la ND ha sabido beber en las más diversas aportaciones teóricas que la han precedido. Practicando una lectura extensiva de la historia de las ideas, la ND no duda en recuperar aquellas que le parecen acertadas en cualquier corriente de pensamiento. Bien es cierto, por otro lado, que tal posición transversal provoca regularmente la cólera de los cancerberos del pensamiento, que se afanan en congelar las ortodoxias ideológicas con el fin de paralizar cualquier nueva síntesis que pudiera amenazar su confort intelectual.

Una última cuestión: desde sus orígenes, la ND agrupa a hombres y mujeres que viven en su Ciudad-Nación y que desean participar de manera efectiva en su florecimiento. Tanto en Francia como en otros países, constituye una comunidad de trabajo y de reflexión cuyos miembros no son necesariamente intelectuales, pero sí que se interesan todos, de uno u otro modo, por el combate de las ideas. En esa perspectiva, la tercera parte de este manifiesto, “Orientaciones”, expone nuestra posición sobre los grandes debates de la actualidad y nuestro punto de vista sobre el futuro de nuestros pueblos y de nuestra civilización.

I. Situaciones

Todo pensamiento crítico es, de entrada, una puesta en perspectiva de la propia época. Hoy estamos en un período de transición, en un cruce de caminos en forma de “interregno” que se inscribe en el marco de una crisis mayor: el fin de la modernidad.

1. ¿Qué es la modernidad?

La modernidad designa el movimiento político y filosófico de los tres últimos siglos de la historia occidental. Se caracteriza principalmente por cinco procesos convergentes: la individualización, por la destrucción de las antiguas comunidades de pertenencia; la masificación, por la adopción de comportamientos y modos de vida estandarizados; la desacralización, por el reflujo de los grandes relatos religiosos en provecho de una interpretación científica del mundo; la racionalización, por el imperio de la razón instrumental a través del intercambio mercantil y de la eficacia técnica; la universalización, por la difusión planetaria de un modelo de sociedad implícitamente presentado como el único racionalmente posible y, por tanto, como un modelo superior.

Este movimiento tiene raíces antiguas. En muchos aspectos, representa una secularización de nociones y perspectivas tomadas de la metafísica cristiana, que han sido reconducidas hacia la vida profana tras haberlas vaciado de toda dimensión trascendente. En efecto, en el cristianismo se hallan en germen las grandes mutaciones donde han bebido las ideologías laicas de la era post-revolucionaria. El individualismo estaba ya presente en la noción de salvación individual y en la relación íntima privilegiada que el creyente mantiene con Dios, que prevalece sobre cualquier arraigo terrenal. El igualitarismo encuentra su fuente en la idea de que todos los hombres están llamados por igual a la redención, pues todos están igualmente dotados de un alma individual cuyo valor absoluto toda la humanidad comparte. El progresismo nace de la idea de que la historia posee un principio absoluto y un fin necesario, de modo que su desarrollo queda globalmente asociado al plan divino. El universalismo, finalmente, es la expresión natural de una religión que afirma poseer una verdad revelada, válida para todos los hombres, lo cual justifica el que se exija su conversión. La misma vida política se basa sobre conceptos teológicos secularizados. El cristianismo, actualmente reducido al estatuto de una opinión más entre otras posibles, ha sido víctima de este movimiento, que él puso en marcha a su propio pesar: en la historia de Occidente, el cristianismo habrá sido la religión de la salida de la religión.

Las diferentes escuelas filosóficas de la modernidad, concurrentes entre sí y ocasionalmente contradictorias en sus fundamentos, coinciden sin embargo en lo esencial: la idea de que existe una solución única y universalizable para todos los fenómenos sociales, morales y políticos. La humanidad es percibida como una suma de individuos racionales que por interés, por convicción moral, por simpatía o por miedo, está llamada a materializar su unidad en la historia. En esta perspectiva la diversidad del mundo se convierte en un obstáculo, y todo lo que diferencia a los hombres empieza a verse como accesorio o contingente, atrasado o peligroso. En la medida en que no ha sido solamente un corpus doctrinal, sino también un modo de acción, la modernidad ha intentado por todos los medios arrancar a los hombres de sus vínculos singulares y específicos para someterlos a un modelo universal de asociación. El más eficaz ha demostrado ser el mercado.

2. La crisis de la modernidad

El imaginario de la modernidad estuvo dominado por los deseos de libertad e igualdad. Estos dos valores cardinales han sido traicionados. Apartados de las comunidades que les protegían y que daban sentido y forma a su existencia, los individuos han de someterse hoy a la férula de inmensos mecanismos de dominación y de decisión frente a los que toda libertad resulta puramente formal; han de obedecer al poder mundializado del mercado, de la tecnociencia o de la comunicación sin poder decidir en ningún caso sobre sus objetivos. La promesa de igualdad también ha fracasado, y doblemente: el comunismo la traicionó instaurando los regímenes totalitarios más sangrientos de la historia; el capitalismo se burló de ella al legitimar mediante una igualdad de principio las más odiosas desigualdades económicas y sociales. La modernidad proclamó “derechos”, pero sin proporcionar los medios para ejercerlos. Ha exacerbado todas las necesidades y crea necesidades nuevas sin cesar, pero sólo una pequeña minoría puede satisfacerlas, lo cual alimenta la frustración y la cólera del resto. En cuanto a la ideología del progreso, que había dado una respuesta a la esperanza humana con su promesa de un mundo cada vez mejor, hoy conoce una crisis radical: el futuro, que se advierte imprevisible, ya no porta en sí esperanza alguna, sino que a la gran mayoría sólo le inspira miedo. Hoy cada generación ha de afrontar un mundo diferente del de sus padres: esta perpetua novedad, construida sobre el menosprecio de la filiación y de las antiguas experiencias, junto a la transformación uniformemente acelerada de los modos de vida y de los entornos de existencia, no produce la felicidad, sino la angustia.

El “fin de las ideologías” designa el agotamiento histórico de los grandes relatos movilizadores que sucesivamente se encarnaron en el liberalismo, el socialismo, el comunismo, el nacionalismo, el fascismo e incluso el nazismo. El siglo XX ha hecho doblar las campanas por la mayor parte de estas doctrinas, cuyos efectos concretos han sido los genocidios, los etnocidios y las matanzas en masa, las guerras totales entre las naciones y la competencia permanente entre los individuos, los desastres ecológicos, el caos social, la pérdida de todas las referencias significativas. El crecimiento y el desarrollo materiales, al haber destruido el mundo vivo en provecho de la razón instrumental, han traído consigo un empobrecimiento sin precedentes del espíritu y han generalizado la angustia, la inquietud de vivir en un presente siempre incierto, en un mundo privado tanto de pasado como de futuro. Así la modernidad ha alumbrado la civilización más vacía que la humanidad haya conocido jamás: el lenguaje publicitario se ha convertido en paradigma de todos los lenguajes sociales, el reino del dinero impone la omnipresencia de la mercancía, el hombre se transforma en objeto de cambio en una atmósfera de pobre hedonismo, la técnica encierra el mundo vivo en la red pacificada y racionalizada de un narcisista “para sí”; la delincuencia, la violencia y el incivismo se propagan en una guerra de todos contra todos y de cada cual contra sí mismo; un individuo inseguro flota por entre los mundos irreales de la droga, lo virtual y lo mediático; el campo queda abandonado en beneficio de suburbios inhabitables y megalópolis monstruosas; el individuo solitario se funde en una masa anónima y hostil, mientras las antiguas mediaciones sociales, políticas, culturales o religiosas se hacen cada vez más inciertas e indiferenciadas.

Esta difusa crisis que hoy atravesamos señala que la modernidad toca a su fin, en el mismo momento en que la utopía universalista que la fundó está a un paso de convertirse en realidad bajo la égida de la mundialización liberal. El fin del siglo XX marca, al mismo tiempo que el fin de los tiempos modernos, la entrada en una posmodernidad caracterizada por una serie de nuevas temáticas: la aparición de la preocupación ecológica, la búsqueda de la calidad de vida, el papel de las “tribus” y las “redes”, la renovada importancia de las comunidades, la política de reconocimiento de los grupos, la multiplicación de los conflictos infra o supraestatales, el retorno de la violencia social, el declive de las religiones institucionales, la creciente oposición de los pueblos hacia sus elites, etc. Los paladines de la ideología dominante, que ya no tienen nada que decir, pero que constatan el creciente malestar de las sociedades contemporáneas, se encierran en un discurso mágico machaconamente repetido por los media en un universo que corre peligro de implosión. Implosión, ya no explosión: la superación de la modernidad no adoptará la forma de un “gran crepúsculo” (versión profana de la parusía), sino que se manifestará mediante la aparición de millares de auroras, es decir, por la eclosión de espacios soberanos liberados de la dominación moderna. La modernidad no será superada por una vuelta atrás, sino mediante el retorno de determinados valores premodernos dentro de una óptica resueltamente posmoderna. Conjurar la anomia social y el nihilismo contemporáneos exige pagar el precio de esa radical refundación.

3. El liberalismo, enemigo principal


El liberalismo encarna la ideología dominante de la modernidad; fue la primera en aparecer y será también la última en extinguirse. En un primer momento, el pensamiento liberal permitió que lo económico cobrara autonomía frente a la moral, la política y la sociedad, en las que antes estaba inserto. En una segunda fase, el liberalismo hará del valor mercantil la instancia soberana de cualquier vida en común. El advenimiento del “reino de la cantidad” define ese trayecto que nos ha llevado desde las economías de mercado hasta las sociedades de mercado, es decir, la extensión a todos los terrenos de las leyes del intercambio mercantil, coronado por la “mano invisible”. El liberalismo, por otra parte, ha engendrado el individualismo moderno a partir de una antropología que es falsa tanto desde el punto de vista descriptivo como desde el normativo, basada en un individuo unidimensional que extrae sus “derechos imprescriptibles” de una “naturaleza” fundamentalmente no social, y al que se supone consagrado a maximizar permanentemente su mejor interés eliminando toda consideración no cuantificable y todo valor ajeno al cálculo racional.

Esta doble pulsión individualista y economicista viene acompañada por una visión “darwinista” de la vida social, donde esta última queda reducida, en última instancia, a la competencia generalizada, nueva versión de la “guerra de todos contra todos”, con el fin de seleccionar a los “mejores”. Pero la competencia “pura y perfecta” es un mito, pues las relaciones de fuerza ya existen antes de que la competición aparezca y, además, la selección competitiva no nos dice absolutamente nada sobre el valor de lo seleccionado: tan posible es que seleccione lo mejor como lo peor. La evolución selecciona a los más aptos para sobrevivir, pero precisamente el hombre no se contenta con sobrevivir, sino que ordena su vida en función de unas jerarquías de valores —y justamente aquí, en estas jerarquías de valores, el liberalismo pretende permanecer neutro.

El carácter inicuo de la dominación liberal engendró, en el siglo XIX, una legítima reacción con la aparición del movimiento socialista. Pero éste se desvió de su camino bajo la influencia de las teorías marxistas. Y pese a todo lo que les opone, liberalismo y marxismo pertenecen fundamentalmente al mismo universo, heredado del pensamiento de las Luces: el mismo individualismo de fondo, el mismo universalismo igualitario, el mismo racionalismo, la misma primacía del factor económico, la misma insistencia en el valor emancipador del trabajo, la misma fe en el progreso, la misma aspiración al fin de la historia. En muchos aspectos, el liberalismo ha realizado con mayor eficacia ciertos objetivos que compartía con el marxismo: erradicación de las identidades colectivas y de las culturas tradicionales, desencantamiento del mundo, universalización del sistema productivo…

Del mismo modo, los desmanes del mercado han producido la aparición y el reforzamiento del Estado-Providencia. En el curso de la historia, el mercado y el Estado aparecieron al mismo tiempo. El Estado buscaba someter a servidumbres fiscales los intercambios intracomunitarios no mercantiles, antes inasibles, y convertir ese espacio económico homogéneo en un instrumento de su poder. La disolución de los lazos comunitarios, provocada por la mercantilización de la vida social, hizo necesario el progresivo reforzamiento de un Estado-Providencia que paliara la desaparición de las solidaridades tradicionales mediante el recurso a la redistribución. Lejos de obstaculizar la marcha del liberalismo, estas intervenciones estatales le permitieron prosperar, pues evitaron la explosión social y, en consecuencia, garantizaron la seguridad y la estabilidad indispensables para el librecambio. Pero el Estado-Providencia, que no es más que una estructura redistributiva abstracta, anónima y opaca, ha generalizado la irresponsabilidad, transformando a los miembros de la sociedad en simples asistidos que hoy ya no reclaman tanto la rectificación del sistema liberal como la ampliación indefinida y sin contrapartidas de sus derechos.

Finalmente, el liberalismo implica la negación de la especificidad de lo político, pues éste siempre entraña arbitrariedad en la decisión y pluralidad en las finalidades. Desde este punto de vista, hablar de “política liberal” es una contradicción de términos. El liberalismo, que aspira a construir el entramado social a partir de una teoría de la elección racional que subordina la ciudadanía a la utilidad, se reduce a un ideal de gestión “científica” de la sociedad global, situándose bajo el limitado horizonte de la pericia técnica. Paralelamente, el Estado de derecho liberal, muy comúnmente sinónimo de república de los jueces, cree poder abstenerse de proponer un modelo de vida buena y aspira a neutralizar los conflictos inherentes a la diversidad de lo social echando mano de procedimientos puramente jurídicos destinados a determinar no qué es el bien, sino qué es lo justo. El espacio público se disuelve en el espacio privado, mientras la democracia representativa se reduce a un mercado donde se dan cita una oferta cada vez más restringida (giro al centro de los programas y convergencia de las políticas) y una demanda cada vez menos motivada (abstención).

En la hora de la mundialización, el liberalismo ya no se presenta como una ideología, sino como un sistema mundial de producción y reproducción de hombres y mercancías, presidido por el hipermoralismo de los derechos humanos. Bajo sus formas económica, política y moral, el liberalismo representa el bloque ideológico central de una modernidad que se acaba. Es, pues, el adversario principal de todos aquellos que trabajan por la superación del marco moderno.

II. Fundamentos

“Conócete a ti mismo”, decía la divisa délfica. La clave de toda representación del mundo, de todo compromiso político, moral o filosófico, reside en primer lugar en una antropología. Por otro lado, nuestras acciones se materializan en diferentes órdenes de la praxis, órdenes que representan otras tantas esencias de las relaciones de los hombres entre sí y con el mundo: lo político, la economía, la técnica y la ética.

1. El hombre: un instante de la existencia

La modernidad ha negado la existencia de una naturaleza humana (teoría de la tabla rasa) o la ha remitido a predicados abstractos desconectados del mundo real y de la existencia viva. De esta ruptura radical emergió el ideal moderno de un “hombre nuevo”, maleable hasta el infinito por la transformación progresiva o brutal de su entorno. Esta utopía desembocó en las experiencias totalitarias y en los sistemas concentracionarios del siglo XX. En el mundo liberal, el ideal del hombre nuevo se tradujo en la creencia supersticiosa en la omnipotencia del medio, idea que no ha generado menos decepciones, particularmente en el terreno educativo: en efecto, en una sociedad estructurada por el uso de la razón abstracta, son las capacidades cognitivas las que constituyen el principal determinante del status social.

El hombre es ante todo un animal, y como tal se inscribe en el orden de lo vivo, cuya edad se mide en cientos de millones de años. Si comparamos la historia de la vida orgánica con una jornada de 24 horas, la aparición de nuestra especie no ha sobrevenido hasta los últimos treinta segundos. El propio proceso de hominización hubo de emplear varias decenas de miles de generaciones para desarrollarse. En la medida en que la vida se propaga principalmente por la transmisión de información contenida en el material genético, el hombre no nace como una página en blanco: cada uno de nosotros es ya portador de las características generales de nuestra especie, a las que se añaden predisposiciones hereditarias hacia determinadas aptitudes particulares y determinados comportamientos. El individuo no decide esta herencia, que limita su autonomía y su plasticidad, pero que también le permite ofrecer resistencia a los condicionamientos políticos y sociales.

Pero el hombre no es solamente un animal: cuanto en él hay de específicamente humano —conciencia de su propia conciencia, pensamiento abstracto, lenguaje sintáctico, capacidad simbólica, aptitud para la constatación objetiva y el juicio de valor— no contradice su naturaleza, sino que la prolonga, confiriéndole una dimensión suplementaria y única. Por eso negar las determinaciones biológicas del hombre es tan absurdo como reducir sus rasgos específicos a la zoología. La parte hereditaria de nuestra humanidad no es más que el zócalo sobre el cual crece nuestra vida social e histórica: el objeto de los instintos humanos no está programado, de manera que el hombre posee siempre una parte de libertad (debe tomar decisiones tanto morales como políticas) cuyo único y verdadero límite natural es la muerte. El hombre es primeramente un heredero, pero puede disponer de su herencia. Histórica y culturalmente nos construimos sobre la base dada de nuestra constitución biológica, que es el límite de nuestra humanidad. El más allá de este límite puede ser denominado Dios, cosmos, nada o Ser: la cuestión del “por qué” no tiene aquí sentido, pues lo que está más allá de los límites humanos es por definición impensable.

La ND propone, pues, una visión equilibrada del hombre, que tiene en cuenta a la vez lo innato, las capacidades personales y el medio social. Recusamos las ideologías que acentúan abusivamente uno sólo de estos factores de determinación, ya sea el biológico, el económico o el mecánico.

2. El hombre: un ser arraigado, peligroso y abierto

El hombre no es ni bueno ni malo por naturaleza, pero es capaz de ser una cosa u otra. En esto es un ser abierto y “peligroso”, siempre susceptible de superarse a sí mismo o de degradarse. Las reglas sociales y morales, como las instituciones o las tradiciones, permiten conjurar esta permanente amenaza alentando al hombre a construirse en el marco de unas normas que fundamentan, orientan y dan sentido a su existencia.

El término “humanidad”, definido como el conjunto indistinto de los individuos que la componen, designa ya sea una categoría biológica (la especie), ya una categoría filosófica nacida del pensamiento occidental. Desde el punto de vista social-histórico, el hombre en sí no existe, pues la pertenencia a la humanidad está siempre mediatizada por una pertenencia cultural particular. Esta constatación no implica relativismo alguno: todos los hombres tienen en común su naturaleza humana, sin la cual no podrían entenderse, pero su común pertenencia a la especie se expresa siempre a partir de un contexto singular. Los hombres comparten las mismas aspiraciones esenciales, pero éstas cristalizan bajo formas siempre diferentes según las épocas y los lugares. La humanidad, en este sentido, es irreductiblemente plural: la diversidad forma parte de su misma esencia. La vida humana se inscribe necesariamente dentro de un contexto que precede al juicio, aun crítico, que los individuos y los grupos formulan sobre el mundo, y ese contexto modela tanto las aspiraciones como las finalidades que les son propias: en el mundo real sólo hay personas concretamente situadas. Las diferencias biológicas no son significativas en sí mismas, sino en referencia a unos rasgos culturales y sociales. En cuanto a las diferencias entre las culturas, no son ni el efecto de una ilusión, ni características transitorias, contingentes o secundarias. Todas las culturas tienen su “centro de gravedad” (Herder) propio: culturas diferentes dan respuestas diferentes a las cuestiones esenciales. Por eso toda tentativa de unificarlas significa destruirlas. El hombre se inscribe por naturaleza en el registro de la cultura: ser de singularidad, su sitio está siempre en la intersección de lo universal (su especie) y lo particular (cada cultura, cada época). Así, la idea de una ley absoluta, universal y eterna, llamada a determinar en última instancia nuestros juicios morales, religiosos o políticos, carece de fundamento. Y esa la idea que está en la base de todos los totalitarismos.

Las sociedades humanas son a la vez conflictivas y cooperativas, sin que se pueda eliminar una de estas características en beneficio de la otra. La creencia irónica en la posibilidad de hacer desaparecer los antagonismos, en el seno de una sociedad reconciliada y transparente a sí misma, no es más válida que la visión hipercompetitiva (liberal, racista o nacionalista) que hace de la vida una guerra perpetua entre individuos o entre grupos. Es verdad que la agresividad forma parte de la actividad creadora y de la dinámica vital, pero también es cierto que la evolución ha favorecido en el hombre la aparición de comportamientos cooperativos (altruistas) que no se limitan a la esfera del parentesco genético. Por otra parte, las grandes construcciones históricas sólo han podido durar largo tiempo en la medida en que han sido capaces de establecer una armonía fundada en el reconocimiento del bien común, la reciprocidad de derechos y deberes, la ayuda y el reparto mutuos. Ni pacífica ni belicosa, ni buena ni mala, ni hermosa ni fea, la existencia humana se desarrolla en tensión trágica entre estos polos atractivos y repulsivos.

3. La sociedad: un conjunto de comunidades

La existencia humana es inseparable de las comunidades y de los conjuntos sociales en los que se inscribe. La idea de un “estado de naturaleza” primitivo en el que habrían coexistido individuos autónomos es pura ficción: la sociedad no es resultado de un contrato que los hombres suscriben con la finalidad de maximizar su mejor interés, sino de una asociación espontánea cuya forma más antigua es, sin duda alguna, el clan.

Las comunidades en las que se encarna lo social dibujan un complejo tejido de cuerpos intermedios situados entre el individuo, los grupos de individuos y la humanidad. Algunas de estas comunidades son heredadas (nativas), otras son escogidas (cooperativas). El lazo social, cuya autonomía nunca ha sabido reconocer la vieja derecha, y que en modo alguno se puede confundir con la “sociedad civil”, se define ante todo como un modelo para las acciones de los individuos, no como el efecto global de éstas. Y reposa precisamente sobre el consentimiento compartido a esa anterioridad: se reconoce que el modelo es anterior. La pertenencia colectiva no anula la identidad individual, sino que constituye su base: cuando se abandona la comunidad de origen, normalmente es para unirse a otra. Nativas o cooperativas, todas las comunidades tienen por fundamento la reciprocidad. Las comunidades se construyen y se mantienen sobre la certidumbre, compartida por cada uno de sus miembros, de que todo lo que se le exige a cada uno puede y debe ser exigido también a los otros. Reciprocidad vertical de derechos y deberes, de contribución y redistribución, de obediencia y asistencia; reciprocidad horizontal de don y contra-don, de fraternidad, de amistad, de amor. La riqueza de la vida social es proporcional a la diversidad de los vínculos de pertenencia que propone; una diversidad que en todo momento se encuentra amenazada por defecto (uniformización, indiferenciación) o por exceso (secesión, atomización).

La concepción holista, según la cual el todo excede a la suma de sus partes y posee cualidades que le son propias, ha sido combatida por el individual-universalismo moderno, que ha identificado la idea de comunidad con la insoportable jerarquía, con el encierro en sí mismo o con el espíritu de campanario. Este individual-universalismo se ha desplegado bajo dos figuras: la figura política del contrato y la figura económica del mercado. Pero, en realidad, la modernidad no ha liberado al hombre emancipándolo de sus antiguas pertenencias familiares, locales, tribales, corporativas o religiosas; lo que ha hecho ha sido someterlo a otras coacciones, más duras por ser más lejanas, más impersonales y más exigentes: una sujeción mecánica, abstracta y homogénea ha reemplazado a los viejos marcos orgánicos y multiformes. Más solitario, el hombre también ha quedado más vulnerable y más indefenso. Ha perdido el contacto con el sentido porque ya no le es posible identificarse con un modelo, porque para él ya no hay sentido en situarse en el punto de vista del todo social. El individualismo ha desembocado en la desafiliación y el aislamiento, la desinstitucionalización (la familia, por ejemplo, ya no socializa) y el secuestro del lazo social por parte de las burocracias estatales. Al hacer balance, el gran proyecto de emancipación moderna muestra más bien los perfiles de una alienación a gran escala. Las sociedades modernas pretenden reunir a individuos que se ven unos a otros como extraños y que carecen de cualquier atisbo de mutua confianza; por eso estas sociedades no pueden concebir ninguna relación social que no esté sometida a una instancia “neutra” de regulación. Las formas puras de tal instancia neutra son el librecambio (sistema mercantil de la ley del más fuerte) y la sumisión (sistema totalitario de obediencia al omnipotente Estado central). Hoy padecemos una forma mixta: mientras proliferan normas jurídicas abstractas que poco a poco van reglamentando cada palmo de la existencia, se desarrolla un control permanente de la relación con el prójimo para conjurar la amenaza de implosión.

Solamente el retorno a las comunidades y a las ciudades de dimensiones humanas permitirá poner remedio a la exclusión, a la disolución del lazo social, a su reificación o a su juridización.

4. Lo político: una esencia y un arte

Lo político descansa en el hecho de que las finalidades de la vida social son siempre múltiples. Lo político posee su esencia y sus propias leyes, que no son reductibles a la racionalidad económica, a la ética, a la estética, a la metafísica o a lo sagrado. Supone aceptar y distinguir nociones tales como lo público y lo privado, el mando y la obediencia, la deliberación y la decisión, el ciudadano y el extranjero, el amigo y el enemigo. En lo político cabe la moral —pues la autoridad aspira al bien común y se inspira en los valores y costumbres de la colectividad en cuyo seno se ejerce—, pero esto no significa que una moral individual sea políticamente aplicable. Los regímenes que rehúsan reconocer la esencia de lo político, que niegan la pluralidad de las finalidades o que favorecen la despolitización, son por definición “impolíticos”.

El pensamiento moderno ha desarrollado la ilusoria idea de una “neutralidad” de la política, reduciendo el poder a la eficacia en la gestión, a la aplicación mecánica de normas jurídicas, técnicas o económicas: el “gobierno de los hombres” debería calcarse sobre la “administración de las cosas”. Ahora bien, la esfera pública siempre es el lugar donde se afirma una visión particular de la “vida buena”. De esta concepción del bien procede lo justo, y no a la inversa.

La primera finalidad de toda acción política es, en el interior, hacer reinar la paz civil, es decir, la seguridad y la armonía entre los miembros de la sociedad, y en el exterior, protegerlos frente a las amenazas. En relación con esta finalidad, la selección entre los diversos valores concurrentes (más libertad, igualdad, unidad, diversidad, solidaridad, etc.) contiene necesariamente una parte arbitraria: no es demostrable, sino que se afirma y se juzga según los resultados. La diversidad de visiones del mundo es una de las condiciones para el surgimiento de lo político. La democracia es un régimen eminentemente político porque reconoce la pluralidad de aspiraciones y proyectos, y porque se propone organizar la confrontación pacífica de tales aspiraciones y tales proyectos en todos los escalones de la vida pública. Por eso la democracia es preferible a las clásicas confiscaciones de la legitimidad por el dinero (plutocracia), la competencia (tecnocracia), la ley divina (teocracia) o la herencia (monarquía), y también a las más recientes formas de neutralización de lo político a través de lo moral (ideología de los derechos humanos), la economía (mundialización mercantil), el derecho (gobierno de los jueces) o los media (sociedad del espectáculo). Si el individuo se hace persona en el seno de una comunidad, donde se hace ciudadano es dentro de la democracia, pues éste es el único régimen que le ofrece participar en las discusiones y decisiones públicas, así como la posibilidad de alcanzar la excelencia a través de la educación y de la construcción de sí mismo.

La política no es una ciencia reductible a la razón o a un simple método, sino un arte que en primer lugar exige prudencia. La política implica siempre una incertidumbre, una pluralidad de alternativas, una decisión sobre las finalidades. El arte de gobernar confiere un poder de arbitraje entre las distintas posibilidades, poder que ha de ser paralelo a la capacidad para imponer, para obligar. El poder no es más que un medio, que no vale sino en función de las finalidades a las que pretende servir.

Para Bodino, heredero de los legalistas, la fuente de la independencia y de la libertad reside en una soberanía ilimitada del poder del príncipe, concebido a partir del modelo del poder absolutista papal. Esta concepción es una “teología política” fundada sobre la idea de un órgano político supremo, un “Leviatán” (Hobbes) al que se atribuye el control de cuerpos, espíritus y almas. Tal teología política inspiró el modelo del Estado-nación absolutista, unificado, centralizado, que no tolera poderes locales ni acepta compartir derecho con los poderes territoriales vecinos, y que se construye mediante la unificación administrativa y jurídica, la eliminación de los cuerpos intermedios (denunciados como “feudalidades”) y la progresiva erradicación de las culturas locales. Esta dinámica ha conducido sucesivamente al absolutismo monárquico, al jacobinismo revolucionario y después a los totalitarismos modernos, pero también a la “República sin ciudadanos”, donde ya no hay instancia intermedia entre una sociedad civil atomizada y el Estado gestor. A este modelo de sociedad política, la ND opone otro modelo alternativo, heredado de Altusio, donde la fuente de la independencia y de la libertad reside en la autonomía, y donde el Estado se define principalmente como una federación de comunidades organizadas y vínculos múltiples.

En esta segunda concepción, que ha inspirado las construcciones imperiales y federales, la existencia de una delegación en el soberano nunca hace perder al pueblo la facultad de hacer o derogar las leyes. El pueblo, en sus diferentes colectividades organizadas (o “estados”), es en última instancia el único poseedor de la soberanía. Los gobernantes son superiores a todo ciudadano individualmente considerado, pero siempre inferiores a la voluntad general expresada por el cuerpo de los ciudadanos. El principio de subsidiariedad se aplica en todos los niveles. La libertad de una colectividad no es incompatible con una soberanía compartida. Y el terreno de lo político no se reduce al Estado: la persona pública se define como un espacio lleno, un tejido continuo de grupos, familias, asociaciones, colectividades locales, regionales, nacionales o supranacionales. Lo político no consiste en negar esta continuidad orgánica, sino en apoyarse sobre ella. La unidad política procede de una diversidad reconocida, y por eso debe aceptar la “opacidad” de lo social: el mito de la perfecta “transparencia” de la sociedad es una utopía que, lejos de estimular la comunicación democrática, favorece la vigilancia totalitaria.

5. Lo económico: más allá del mercado

Tan lejos como nos remontemos en la historia de las sociedades humanas, siempre hallaremos determinadas reglas que presiden la producción, la circulación y el consumo de los bienes necesarios para la supervivencia de los individuos y los grupos. Pero, contrariamente a lo que el liberalismo y el marxismo presuponen, la economía nunca ha constituido la “infraestructura” de la sociedad: la sobredeterminación económica (el “economicismo”) es la excepción, y no la regla. De otra parte, numerosos mitos asociados a la maldición del trabajo (Prometeo, la violación de la Madre Tierra), del dinero (Creso, Gullveig, Tarpeia) o de la abundancia (Pandora), ponen de relieve que la economía fue muy pronto percibida como la “parte maldita” de toda sociedad, la actividad que amenaza con romper su armonía. La economía estaba entonces desvalorizada, y no porque no fuera útil, sino, precisamente, porque no era más que eso. Del mismo modo, se era rico porque se era poderoso, y no a la inversa —y en un contexto donde el poder estaba asociado a un deber de reparto y de protección de los subordinados. El “fetichismo de la mercancía” no es sólo un avatar del capitalismo moderno, sino que nos remite a una constante antropológica: la producción en abundancia de bienes diferenciados suscita la envidia, el deseo mimético, que a su vez produce el desorden y la violencia.

En todas las sociedades premodernas lo económico está encajado, contextualizado en los otros órdenes de la actividad humana. La idea de que el intercambio económico, desde el trueque hasta el mercado moderno, ha estado siempre regulado por la confrontación entre la oferta y la demanda, con la consecuente aparición de un equivalente abstracto (dinero) y de valores objetivos (valores de uso, de cambio, de utilidad, etc.), es una fábula inventada por el liberalismo. El mercado no es un modelo ideal, universalizable por su naturaleza abstracta. Antes que un mecanismo, es una institución, y como tal institución no puede ser abstraída de su historia ni de las culturas que la han engendrado. Las tres grandes formas de circulación de bienes son la reciprocidad (don asociado al contra-don, reparto paritario o igualitario), la redistribución (centralización y reparto de la producción por una autoridad única) y el intercambio. Estas formas no representan sucesivos “estadios de desarrollo”, sino que siempre han coexistido más o menos a la vez. La sociedad moderna se caracteriza por la hipertrofia del intercambio mercantil: se ha pasado de la economía con mercado a la economía de mercado, y después a la sociedad de mercado. La economía liberal ha traducido la ideología del progreso en religión del crecimiento: cree que el “cada vez más” del consumo y la producción conducirá a los hombres a la felicidad. Y es innegable que el desarrollo económico moderno ha satisfecho determinadas necesidades primarias que hasta ese momento eran inaccesibles para la gran mayoría, pero no es menos cierto que el crecimiento artificial de las necesidades mediante las estrategias de seducción del sistema de objetos (publicidad) conduce necesariamente a un callejón sin salida. En un mundo de recursos finitos y sometidos al principio de entropía, el horizonte inevitable de la humanidad es un cierto decrecimiento.

La mercantilización del mundo, entre los siglos XVI y XX, ha sido uno de los fenómenos más importantes que la humanidad ha conocido por la amplitud de las transformaciones que ha impuesto. Su desmercantilización será uno de los principales desafíos del siglo XXI. Para ello es preciso volver al origen de la economía: “oikos-nomos”, las leyes generales de nuestro hábitat en el mundo, leyes que incluyen los equilibrios ecológicos, las pasiones humanas, el respeto a la armonía y a la belleza natural y, de forma más general, todos los elementos no cuantificables que la ciencia económica ha excluido arbitrariamente de sus cálculos. Toda vida económica implica la mediación de un amplio abanico de instituciones culturales y de instrumentos jurídicos. Hoy, la economía debe ser recontextualizada en el mundo vivo, en lo social, en la política y en la ética.

6. La ética: construcción de sí


Las categorías fundamentales de la ética son universales: en todas partes encontramos la distinción entre lo noble y lo innoble, el bien y el mal, lo bueno y lo malo, lo admirable y lo despreciable, lo justo y lo injusto. En cambio, la designación de los actos que corresponden a cada una de estas categorías varía según las épocas y las sociedades. La ND rechaza toda concepción del mundo puramente moral, pero admite, por supuesto, que ninguna cultura puede prescindir de distinguir el valor ético de las actitudes y los comportamientos. La moral es indispensable para ese ser abierto que es el hombre; es una consecuencia de su libertad. Además de expresar normas generales que son en todas partes condición para la supervivencia de las sociedades, la moral guarda relación también con las costumbres (mores) y no puede ser totalmente disociada de los contextos en los que actúa. Pero tampoco cabe contemplarla desde el simple horizonte de la subjetividad. Por ejemplo, el refrán “right or wrong my country” no significa que mi país tenga siempre razón, sino que sigue siendo mi país aunque no la tenga. Lo cual implica el que yo eventualmente pueda contradecirlo, y en consecuencia, que yo dispongo de una norma que supera mi mera pertenencia a él.

Desde los griegos, la ética designa para los europeos aquellas virtudes cuyo ejercicio constituye la base de la “vida buena”: la generosidad contra la avaricia, el honor contra la vergüenza, el coraje contra la cobardía, la justicia contra la iniquidad, la templanza contra la desmesura, el sentido del deber contra la renuncia, la franqueza contra la doblez, el desinterés contra la avidez, etc. El buen ciudadano es el que tiende siempre hacia la excelencia en cada una de estas virtudes (Aristóteles). Tal voluntad de excelencia no excluye en modo alguno el que haya diversos modos de vida (contemplativa, activa, lucrativa, etc.), cada uno de los cuales obedece a códigos morales diferentes y que hallan su jerarquía en la ciudad: por ejemplo, la tradición europea, expresada en el antiguo modelo trifuncional, coloca a la sabiduría por encima de la fuerza, y a ésta por encima de la riqueza.

La modernidad ha suplantado la ética tradicional, a un tiempo aristocrática y popular, por dos tipos de morales burguesas: la moral utilitarista (Bentham), basada en el cálculo materialista de placeres y penas (es bueno aquello que aumenta el placer de la mayoría), y la moral deontológica (Kant), basada en una concepción unitaria de lo justo hacia la cual deberían tender todos los individuos acatando una ley moral universal. Esta última perspectiva subyace en la ideología de los derechos humanos, ideología que es al mismo tiempo una moral mínima y un arma estratégica del etnocentrismo occidental. Pero la ideología de los derechos humanos es contradictoria en sus propios términos. Todos los hombres tienen derechos, pero nadie puede ser titular de un derecho si es un ser aislado: el derecho sanciona una relación de equidad, y esto implica la preexistencia de lo social. Así pues, no cabe concebir ningún derecho si no hay previamente un contexto específico para definirlo, una sociedad para reconocerlo y para sentar su contrapartida en deberes, y unos medios de coacción suficientes para que tal derecho sea aplicado. En cuanto a las libertades fundamentales, éstas no se decretan, sino que exigen ser conquistadas y garantizadas. El hecho de que los europeos lo hayan logrado, imponiendo a base de luchas un derecho de gentes basado en la autonomía, en modo alguno implica que todos los pueblos del planeta hayan de contemplar de la misma manera la garantía de sus derechos.

En fin, contra el “orden moral”, que confunde norma social y norma moral, hay que defender la pluralidad de las formas de la vida social, pensar simultáneamente el orden y su transgresión, Apolo y Dionisos. Para salir del relativismo y del nihilismo del “último hombre” (Nietzsche), que hoy se perfilan sobre un paisaje de materialismo práctico, es preciso restituir el sentido, es decir, volver a los valores compartidos, portadores de certezas concretas experimentadas y defendidas por unas comunidades conscientes de sí mismas.

7. La técnica: movilización del mundo

La técnica acompaña al hombre desde sus orígenes: la carencia de defensas naturales específicas, la desprogramación de nuestros instintos y el desarrollo de nuestras capacidades cognitivas han ido a la par con una transformación creciente de nuestro entorno. Pero durante mucho tiempo la técnica ha sido regulada por imperativos no técnicos: necesaria armonía del hombre, la ciudad y el cosmos; respeto a la naturaleza como casa del Ser; sumisión del poder (prometeico) a la sabiduría (olímpica); rechazo de la hybris, búsqueda de la calidad antes que de la productividad, etc.

La explosión técnica de la modernidad se explica por la desaparición de esos imperativos éticos, simbólicos o religiosos. Sus raíces remotas están en el imperativo bíblico: “Llenad la tierra y dominadla” (Génesis), que Descartes retomará dos milenios más tarde invitando al hombre a hacerse “amo y señor de la naturaleza”. La escisión dualista teocéntrica entre el ser increado y el mundo creado se transforma así en escisión dualista antropocéntrica entre el sujeto y el objeto, donde el segundo queda entregado sin reservas a la dominación del primero. La modernidad ha sometido igualmente la ciencia (contemplativa) a la técnica (operativa), dando nacimiento a la “tecnociencia” integrada, cuya única razón de ser es transformar el mundo de manera cada vez más acelerada. Nuestro modo de vida ha conocido más trastornos en el siglo XX que en los quince mil años que le han precedido. Por vez primera en la historia humana, cada nueva generación debe integrarse en un mundo que la generación precedente no ha conocido.

La técnica se desarrolla por esencia como un sistema autónomo: todo nuevo descubrimiento es inmediatamente absorbido por el impulso global de operatividad, contribuyendo a reforzarlo y a hacerlo más complejo. El desarrollo reciente de las tecnologías de almacenamiento y circulación de la información (cibernética, informática) acelera a una velocidad prodigiosa esta integración sistémica, cuyo ejemplo más conocido es Internet: esta red no tiene centro de decisiones, ni control de entradas y salidas, pero mantiene y aumenta permanentemente la interacción de los millones de terminales conectadas a ella.

La técnica no es neutra, sino que obedece a un cierto número de valores que guían su curso: operatividad, eficacia, competitividad. Su axioma es simple: todo lo que es posible puede ser y será efectivamente realizado, dando por supuesto que sólo con más técnica pueden paliarse los defectos de las técnicas vigentes. La política, la moral o el derecho intervienen solamente después para juzgar los efectos deseables o indeseables de cada innovación. La naturaleza acumulativa del desarrollo tecnocientífico —que conoce periodos de estancamiento, pero no de regresión— ha reforzado durante mucho tiempo a la ideología del progreso al certificar el aumento del poder humano sobre la naturaleza y al reducir sus riesgos e incertidumbres. La técnica ha dado así a la humanidad nuevos medios de existencia, pero al mismo tiempo le ha hecho perder sus razones para vivir, pues se diría que el futuro sólo depende de la extensión indefinida del dominio racional del mundo. De ahí resulta un empobrecimiento que, cada vez con mayor nitidez, es percibido como la desaparición de una vida auténticamente humana sobre la Tierra. Tras haber explorado lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, la tecnociencia pretende ahora someter al hombre mismo, que es la mismo tiempo sujeto y objeto de sus propias manipulaciones (clonación, procreación artificial, mapas genéticos, etc.). El hombre se convierte en simple prolongación de las herramientas que él mismo ha creado, adoptando una mentalidad tecnomorfa que aumenta su vulnerabilidad.

Tecnofobia y tecnofilia son actitudes igualmente reprobables. El conocimiento y sus aplicaciones no son censurables en sí mismos, pero lo que da valor a la innovación no es el simple hecho de su novedad. Contra el reduccionismo cientifista, el positivismo arrogante y el oscurantismo obtuso, lo importante es someter el desarrollo técnico a nuestras decisiones sociales, éticas y políticas, al mismo tiempo que a nuestra capacidad de anticipación (principio de prudencia), y reinsertarlo dentro de una visión del mundo como pluriverso y como continuum.

8. El mundo: un pluriverso


La diversidad es inherente al movimiento mismo de la vida, que evoluciona bruscamente y se va haciendo cada vez más complejo. La pluralidad y variedad de razas, etnias, lenguas, costumbres o también religiones caracterizan al desarrollo humano desde sus orígenes. Ante este hecho, caben dos actitudes opuestas. Para unos, esta diversidad biocultural es una pesada losa y lo que hay que hacer siempre y en todo lugar es reducir a los hombres a lo que tienen en común, actitud que no deja de entrañar, por reacción, toda una serie de efectos perversos. Para otros —y aquí nos contamos nosotros—, las diferencias son una riqueza que conviene preservar y cultivar. La ND manifiesta una profunda aversión hacia lo indiferenciado. Estimamos que un buen sistema es aquel que lega al menos tantas diferencias como ha recibido. La verdadera riqueza del mundo reside, ante todo, en la diversidad de las culturas y de los pueblos.

La conversión de Occidente al universalismo ha sido la causa principal de su voluntad de convertir a su vez al resto del mundo, antaño a su religión (cruzadas), ayer a sus principios políticos (colonialismo), hoy a su modelo económico y social (desarrollo) o a sus principios morales (derechos humanos). La occidentalización del planeta, emprendida bajo la égida de los misioneros, los militares y los mercaderes, ha representado un movimiento imperialista alimentado por el deseo de borrar toda alteridad imponiendo al mundo un modelo de humanidad supuestamente superior, movimiento invariablemente presentado como “progreso”. El universalismo homogeneizante no ha sido más que la proyección y la máscara de un etnocentrismo ampliado a dimensiones planetarias.

Esta occidentalización-mundialización ha modificado la manera en que percibimos el mundo. Las tribus primitivas se denominaban a sí mismas como “los hombres”, dejando entender que se consideraban como los únicos representantes de su especie. Un romano y un chino, un ruso y un inca podían vivir en la misma época sin tener conciencia de su recíproca existencia. Esos tiempos han pasado: por la desmesurada pretensión occidental de hacer el mundo totalmente presente a sí mismo, hoy vivimos una época nueva donde las diferencias étnicas, históricas, lingüísticas o culturales coexisten en plena conciencia tanto de su identidad como de la alteridad que, frente a sí, las refleja. Por primera vez en la historia, el mundo es un pluriverso, un orden multipolar donde grandes conjuntos culturales se hallan confrontados entre sí en una temporalidad planetaria compartida, es decir, en tiempo cero. Sin embargo, la modernización se desconecta poco a poco de la occidentalización: nuevas civilizaciones acceden a los modernos medios de poder y de conocimiento, sin renegar por ello de sus herencias históricas y culturales en provecho de los valores o las ideologías de Occidente.

Es falsa la idea de que hoy estamos llegando a un “fin de la historia” caracterizado por el triunfo planetario de la racionalidad mercantil, que generalizaría el modo de vida y las formas políticas del Occidente liberal. Al contrario, lo que estamos viviendo es la aparición de un nuevo “nomos de la Tierra”, un nuevo ordenamiento de las relaciones internacionales. La Antigüedad y la Edad Media fueron testigos del desigual desarrollo de grandes civilizaciones autárquicas. El Renacimiento y la Edad Clásica estuvieron marcadas por el ascenso y consolidación de los Estados-nación, que compitieron por el dominio de Europa, primero, y luego del mundo. El siglo XX ha visto cómo se dibujaba un orden bipolar donde se enfrentaban el liberalismo y el marxismo, la potencia talasocrática americana y la potencia continental soviética. El siglo XXI vendrá definido por el advenimiento de un mundo multipolar articulado en torno a civilizaciones emergentes: europea, norteamericana, iberoamericana, árabe-musulmana, china, hindú, japonesa, etc. Estas civilizaciones no suprimirán los ancestrales arraigos locales, tribales, provinciales o nacionales, pero sí se impondrán como la forma colectiva última con la que los individuos pueden todavía identificarse más acá de su humanidad común. Probablemente se verán llamadas a colaborar en determinados campos para defender los bienes comunes de la humanidad, sobre todo los ecológicos. En un mundo multipolar, el poder no se define como capacidad para imponer la propia voluntad, sino más bien como capacidad para resistir ante la influencia ajena. El principal enemigo de este pluriverso de grandes conjuntos autocentrados será toda civilización de pretensiones universales, que se crea investida de una misión redentora y quiera imponer su modelo a todas las demás civilizaciones.

9. El cosmos: un continuum


La ND profesa una concepción unitaria del mundo, donde materia y forma no son sino variaciones sobre un mismo tema. El mundo es al mismo tiempo uno y múltiple, integra diferentes niveles de lo visible y lo invisible, diferentes percepciones del tiempo y del espacio, diferentes leyes de organización de sus elementos constitutivos. Microcosmos y macrocosmos se interpenetran y se corresponden. En consecuencia, la ND rechaza la distinción absoluta entre el ser creado y el ser increado, así como la idea de que nuestro mundo no sea más que el reflejo de un trasmundo ideal. El cosmos como realidad (physis) es el lugar donde se manifiesta el Ser, donde se revela la verdad (aletheia) de nuestra co-pertenencia a ese cosmos. “Panta rhei”, decía Heráclito: todo está abierto a todo.

El hombre no encuentra ni da sentido a su vida más que adhiriéndose a lo que le excede, a lo que sobrepasa los límites de su constitución. La ND reconoce plenamente esta constante antropológica, que se manifiesta en todas las religiones. Consideramos que el retorno de lo sagrado se realizará mediante el recurso a los mitos fundadores y a través de la implosión de las falsas dicotomías: sujeto y objeto, cuerpo y pensamiento, alma y espíritu, esencia y existencia, racionalidad y sensibilidad, dominio mítico y dominio lógico, lo natural y lo sobrenatural, etc.

El desencantamiento del mundo refleja la clausura del espíritu moderno, incapaz de proyectarse más allá de su materialismo y su antropocentrismo constitutivos. Nuestra época ha transferido al simple sujeto humano los antiguos atributos divinos (metafísica de la subjetividad), transformando así el mundo en objeto, es decir, en un conjunto de recursos puestos a la ilimitada disposición de sus fines. Este ideal de racionalización utilitaria del mundo va de la mano con una concepción lineal de la historia, supuestamente dotada de un principio (estado de naturaleza, paraíso terrenal, edad de oro, comunismo primitivo) y de un final (sociedad sin clases, reino de Dios, estadio último del progreso, entrada en la era de la pura racionalidad transparente e irónica), ambos igualmente necesarios.

Para la ND, pasado, presente y futuro no son momentos distintos de una historia orientada y vectorizada, sino dimensiones permanentes en todo instante vivido. Pasado y futuro se hallan presentes en toda actualidad. A esta presencia —categoría fundamental del tiempo— se opone la ausencia: olvido del origen y oscurecimiento del horizonte. Esta concepción del mundo ya aparece expresada en la antigüedad europea: se encuentra tanto en los relatos cosmogónicos como en el pensamiento presocrático. El paganismo de la ND no se refiere a otra cosa que a la simpatía consciente hacia esta antigua concepción del mundo, siempre viva en los corazones y en los espíritus —precisamente porque no es de ayer, sino de siempre. Frente a los sucedáneos sectarios de religiones caídas, y frente a ciertas parodias neopaganas de estos tiempos de confusión, la posición de la ND se inscribe en la más larga memoria: el sentido de lo que viene surge siempre de la relación con el origen.

III. Orientaciones


1. Contra la indiferenciación y el tribalismo, por unas identidades fuertes

Hoy planea sobre el mundo una amenaza de homogeneización sin precedentes, que como efecto de retorno ha conducido a las crispaciones identitarias: irredentismos sangrientos, nacionalismos convulsivos y chauvinistas, tribalizaciones salvajes, etc. El primer responsable de estas condenables actitudes es la mundialización (política, económica, tecnológica, financiera) que las ha producido. Al negar a los individuos el derecho a inscribirse en identidades colectivas heredadas de la historia y al imponer un modo uniforme de representación, el sistema occidental ha hecho nacer, paradójicamente, formas delirantes de afirmación de lo propio. El miedo al Otro ha dejado lugar al miedo a lo Mismo. Esta situación se ve agravada en Francia por la crisis del Estado, que desde hace dos siglos ha querido ser el principal productor simbólico de la sociedad y cuyo hundimiento provoca un vacío más importante que en las otras naciones occidentales. La cuestión de la identidad está llamada a cobrar una importancia cada vez mayor en los próximos decenios. En efecto, la modernidad, al quebrar los sistemas sociales que atribuían a los individuos un lugar en un orden reconocido, ha estimulado las preguntas sobre la identidad, despertando un deseo de comunión y de reconocimiento en la escena pública. Pero la modernidad no ha sabido ni querido satisfacer esas preguntas. Y el “turismo universal” no es más que una alternativa irrisoria al repliegue sobre sí mismo.

Frente a la utopía universalista y a las crispaciones particularistas, la ND afirma la fuerza de las diferencias, que no son ni un estado transitorio hacia una unidad superior, ni un detalle accesorio de la vida privada, sino la sustancia misma de la existencia social. Estas diferencias son, por supuesto, nativas (étnicas, lingüísticas), pero también políticas. La ciudadanía designa al mismo tiempo la pertenencia, el compromiso y la participación en una vida pública que se distribuye en diversos niveles: así, es posible ser al mismo tiempo ciudadano del barrio, de la ciudad, de la región, de la nación y de Europa, según la naturaleza del poder delegado a cada una de estas escalas de soberanía. Por el contrario, no es posible ser “ciudadano del mundo”, pues el “mundo” no es una categoría política. Querer ser ciudadano del mundo es remitir la ciudadanía a una abstracción que procede del vocabulario de la Nueva Clase liberal.

La ND defiende la causa de los pueblos porque juzgamos que el derecho a la diferencia es un principio cuya validez reside en su generalidad: sólo puede defender su diferencia quien también es capaz de defender la de los otros, lo cual significa que el derecho a la diferencia no puede ser instrumentalizado para excluir a los diferentes. La ND defiende igualmente a las etnias, las lenguas y las culturas regionales amenazadas de desaparición, así como a las religiones nativas. La ND defiende a los pueblos que se hallan en lucha contra el imperialismo occidental.

2. Contra el racismo, por el derecho a la diferencia

El racismo no puede definirse como la preferencia por la endogamia, que es algo que procede de la libre elección de los individuos y los pueblos (el pueblo judío, por ejemplo, debe su supervivencia al rechazo del matrimonio mixto). Ante la inflación de discursos simplificadores, propagandísticos y moralizantes, es preciso volver al verdadero sentido de las palabras: el racismo es una teoría que postula ya sea que entre las razas existen desigualdades cualitativas tales que podría distinguirse entre razas globalmente “superiores” y razas globalmente “inferiores”, ya sea que el valor de un individuo se deduce enteramente de su pertenencia a una raza, o ya sea que el hecho racial constituye el factor central que explica la historia humana. Estos tres postulados han podido ser defendidos conjuntamente o por separado. Los tres son falsos. Si es verdad que las razas existen y que divergen respecto a tal o cual criterio estadísticamente aislado, no hay entre ellas diferencias cualitativas absolutas. Por otra parte, no existe ningún paradigma que determine a la especie humana y que permitiera jerarquizarlas globalmente.

Finalmente, es claro que el valor de un individuo reside ante todo en sus propias cualidades. El racismo no es una enfermedad del espíritu, engendrada por el prejuicio o por la superstición “premoderna”, como nos dice esa fábula liberal que remite a la irracionalidad la fuente de todo mal social; el racismo es una doctrina errónea, históricamente fechada, cuyo origen está en el positivismo científico, según el cual es posible medir “científicamente” el valor absoluto de las sociedades humanas, y en el evolucionismo social, que tiende a describir la historia de la humanidad como una historia unitaria dividida en diversos “estadios”, cada uno de los cuales corresponde a las diferentes etapas del “progreso” (y donde determinados pueblos serían, provisional o definitivamente, más “avanzados” que otros).

Frente al racismo, hay un antirracismo universalista y un antirracismo diferencialista. El primero conduce indirectamente a los mismos resultados que el propio racismo que denuncia: al ser tan alérgico como éste a las diferencias, el antirracismo universalista no reconoce de los pueblos más que su común pertenencia a la especie, y tiende a considerar sus identidades específicas como transitorias o secundarias. Al reducir lo Otro a lo Mismo, en una perspectiva estrictamente asimilacionista, resulta incapaz, por definición, de reconocer y respetar la alteridad por sí misma. Por el contrario, el antirracismo diferencialista, en el que se reconoce la ND, considera que la irreductible pluralidad de la especie humana constituye su riqueza. Así la ND se esfuerza en otorgar un sentido positivo a lo universal, no contra la diferencia, sino a partir de ella. Para la ND, la lucha contra el racismo no pasa por la negación de las razas ni por la voluntad de fundirlas en un conjunto indiferenciado, sino por el doble rechazo simultáneo de la exclusión y de la asimilación. Ni apartheid, ni melting-pot: aceptación del otro en tanto que otro, en una perspectiva dialógica de mutuo enriquecimiento.

3. Contra la inmigración, por la cooperación

Por su rapidez y por su carácter masivo, la inmigración de poblaciones, tal y como la conocemos hoy en Europa, constituye un fenómeno incontestablemente negativo. Esencialmente, la inmigración representa una forma de desarraigo forzoso, cuyas motivaciones son al mismo tiempo de orden económico —movimientos espontáneos u organizados desde países pobres y poblados hacia países ricos con menor vitalidad demográfica— y de orden simbólico —atracción de la civilización occidental, que se impone mediante la desvalorización de las culturas autóctonas en provecho de un modo de vida consumista—. No cabe achacar la responsabilidad de la inmigración a los inmigrantes, sino a los países industrializados, que, tras haber impuesto la división internacional del trabajo, han reducido al hombre a la condición de mercancía deslocalizable. La inmigración no es deseable ni para los emigrantes, que se ven obligados a abandonar su país natal por otro donde son acogidos como simples complementos de necesidades económicas, ni para las poblaciones de acogida, que sin haberlo deseado se ven enfrentadas a modificaciones frecuentemente brutales de su entorno humano y urbano. Es claro que los problemas de los países de origen no se van a resolver mediante transferencias generalizadas de población. En consecuencia, la ND es favorable a una política restrictiva de la inmigración, necesariamente combinada con un incremento sustancial de la cooperación con los países del Tercer Mundo, donde las solidaridades orgánicas y las formas de vida tradicionales aún están vivas, para superar los desequilibrios inducidos por la mundialización liberal.

En lo que concierne a las poblaciones de origen inmigrado que residen actualmente en Europa, sería ilusorio esperar su marcha masiva, pero el Estado-nación jacobino no ha sabido proponer más que un modelo de asimilación puramente individual en una ciudadanía abstracta, que no quiere saber nada de las identidades colectivas y de las diferencias culturales. Y este modelo se ha hecho cada vez menos creíble a consecuencia del número de emigrantes, de la distancia cultural que a veces les separa de la población de acogida y, sobre todo, de la profunda crisis que afecta a todas las tradicionales instancias de integración (partidos, sindicatos, religiones, escuela, ejército, etc.). La ND estima que la identidad etnocultural de las diferentes comunidades que hoy viven en nuestro suelo no puede quedar reducida al simple ámbito privado, antes al contrario: ha de gozar de un verdadero reconocimiento en la esfera pública. Nos adherimos, pues, a un modelo de tipo comunitarista que permita a los individuos que lo deseen no romper con sus raíces, mantener vivas sus estructuras de vida colectiva y no tener que pagar el abusivo precio del abandono de su cultura a cambio del necesario respeto a una ley común. A medio plazo, esta política comunitarista podría traducirse en una disociación de la ciudadanía y la nacionalidad.

4. Contra el sexismo, por el reconocimiento de los géneros

La diferencia entre los sexos es la primera y más fundamental de las diferencias naturales, pues nuestra humanidad no asegura su reproducción sino a través de ella: la humanidad, sexuada desde su origen, no es una, sino doble. Más allá de la biología, esta diferencia se reinscribe en los géneros masculino y femenino, que determinan en la vida social dos maneras de percibir al otro y al mundo, y constituyen para los individuos su modelo de destino sexuado. El hecho de que existan una naturaleza femenina y una naturaleza masculina no excluye el que los individuos de cada sexo puedan divergir respecto a ellas por mor de los azares genéticos o de las influencias socioculturales. Globalmente, sin embargo, numerosos valores y actitudes pueden atribuirse ya al género femenino, ya al masculino, según qué sexo sea el más apto para materializarlos: cooperación y competición, mediación y represión, seducción y dominación, empatía y desapego, relacional y abstracto, afectivo y directivo, persuasión y agresión, intuición sintética e intelección analítica, etc. La concepción moderna de unos individuos abstractos y liberados de su identidad sexual, que procede de una ideología “indiferencialista” que neutraliza la diferencia entre sexos, no es menos perjudicial para la mujer que el sexismo tradicional, que durante siglos ha considerado a las mujeres como hombres incompletos. Estamos aquí ante una variante de la dominación masculina, cuyo efecto principal fue excluir a las mujeres del campo de la vida pública para, finalmente, acogerlas… a condición de que se despojen de su feminidad.

El feminismo universalista, al pretender que los géneros masculino y femenino son simples construcciones sociales (“la mujer no nace, sino que se hace”), ha caído en una trampa androcéntrica que consiste en la adhesión a unos valores “universales” abstractos que, en último análisis, no son sino valores masculinos. Por el contrario, el feminismo diferencialista, al que se adhiere la ND, no duda en proponer que la diferencia de los sexos se inscriba en la esfera pública y en afirmar derechos específicamente femeninos (derecho a la virginidad, derecho a la maternidad, derecho al aborto), todo ello favoreciendo, contra el sexismo y contra la utopía unisexual, la promoción tanto de los hombres como de las mujeres mediante la afirmación y la constatación del igual valor de sus naturalezas propias.

5. Contra la Nueva Clase, por la autonomía a partir de la base

La civilización occidental, al paso que se unifica, promueve hoy el ascenso planetario de una casta dirigente cuya única legitimidad reside en la manipulación abstracta (lógico-simbólica) de los signos y valores del sistema establecido. Esta Nueva Clase, que aspira al crecimiento ininterrumpido del capital y al definitivo reinado de la ingeniería social hoy triunfante, constituye el armazón de los medias, de las grandes empresas nacionales o multinacionales, de las organizaciones internacionales, de los principales organismos del Estado. En todas partes produce y reproduce el mismo tipo humano: fría competitividad, racionalidad desvinculada de lo real, individualismo abstracto, convicciones utilitaristas, humanitarismo superficial, indiferencia hacia la historia, notoria incultura, alejamiento del mundo vivo, sacrificio de lo real por lo virtual, propensión a la corrupción, al nepotismo y al clientelismo. Este proceso se inscribe en la lógica de concentración y homogeneización sobre la cual se basa la dominación mundial: cuanto más se aleja el poder del ciudadano, menos siente aquél la necesidad de justificar sus decisiones y de legitimar su orden; cuanto más propone la sociedad tareas impersonales, menos se abre ésta a los hombres de calidad; cuanto más se somete lo público a lo privado, menos reconocimiento general se otorga a los méritos individuales; cuanto más preciso se hace cumplir una función, menos posible resulta jugar un papel. Así la Nueva Clase despersonaliza y des-responsabiliza la dirección efectiva de las sociedades occidentales.

Tras el fin de la guerra fría y el hundimiento del bloque soviético, la Nueva Clase se halla de nuevo enfrentada a toda una serie de conflictos (entre el capital y el trabajo, entre la igualdad y la libertad, entre lo público y lo privado) que durante el medio siglo anterior había tratado de externalizar. Paralelamente, su ineficacia, sus despilfarros y su contraproductividad resultan cada vez más evidentes. El sistema tiende a cerrarse sobre sí mismo mediante la cooptación de los servidores de la máquina, como engranajes intercambiables entre sí, mientras los pueblos sienten indiferencia o cólera hacia una elite gestora que ya no habla el mismo lenguaje que ellos. En todos los grandes temas sociales crece el abismo entre unos gobernantes que repiten el mismo discurso tecnocrático de mantenimiento del desorden establecido y unos gobernados que sufren sus consecuencias en su vida cotidiana, mientras el espectáculo mediático levanta una pantalla para desviar la atención del mundo presente y lanzarla hacia el mundo representado. En la cúspide del sistema, la jerigonza tecnocrática, el parloteo moralizante y las rentas confortables; en la base, la áspera confrontación con la realidad, la insistente pregunta por el sentido y el deseo de hallar valores compartidos.

El objetivo de satisfacer la aspiración popular (o “populista”), que no siente más que desprecio hacia las “elites” e indiferencia ante unos clisés políticos tradicionales hoy obsoletos, pasa por hacer más autónomas las estructuras de base que se corresponden con los modos de vida (nomoi) reales y cotidianos. Para recrear de manera más convivencial unas condiciones de vida social que permitan al imaginario colectivo formar representaciones específicas del mundo, lejos del anonimato de masa, de la mercantilización de los valores y de la reificación de las relaciones sociales, las comunidades deben estar en condiciones de decidir por sí mismas en todos los campos que les conciernen, y sus miembros han de poder participar en todos los niveles de la deliberación y la decisión democráticas. El proceso no debe consistir en que el Estado-Providencia, burocratizado y tecnocrático, se descentralice en favor de las comunidades, sino en que sean las propias comunidades las que concedan al Estado el poder de intervenir única y exclusivamente en aquellos terrenos en que ellas no sean competentes.

6. Contra el jacobinismo, por la Europa federal

La primera guerra de los Treinta Años, cerrada con los tratados de Westfalia, significó la consagración del Estado-nación como modelo dominante de la organización política. La segunda guerra de los Treinta Años (1914-45), por el contrario, ha señalado el comienzo de su disgregación. El Estado-nación, engendrado por la monarquía absoluta y el jacobinismo revolucionario, es hoy demasiado grande para administrar los problemas pequeños y demasiado pequeños para afrontar los problemas grandes. En un planeta mundializado, el futuro pertenece a los grandes conjuntos de civilizaciones capaces de organizarse en espacios autocentrados y de dotarse de la suficiente fuerza para resistir la influencia de los otros. Así, frente a los Estados Unidos y a las nuevas civilizaciones emergentes, Europa está llamada a construirse sobre una base federal que reconozca la autonomía de todos sus componentes y organice la cooperación entre las regiones y las naciones que la constituyen. La civilización europea se construirá sobre la suma —que no sobre la negación— de sus culturas históricas, permitiendo así a todos sus habitantes tomar plena conciencia de sus orígenes comunes. La clave de bóveda de esta Europa debe ser el principio de subsidiariedad: en todos los niveles, la autoridad inferior no delega su poder hacia la autoridad superior más que en los terrenos que escapan a su competencia.

Contra la tradición centralizadora, que confisca todos los poderes en un sólo nivel; contra la Europa burocrática y tecnocrática, que consagra los abandonos de soberanía sin remitirlos hacia un nivel superior; contra una Europa reducida a espacio unificado de libre cambio; contra la “Europa de las naciones”, simple suma de egoísmos nacionales que no nos previene contra un retorno de las guerras; contra una “nación europea”, que no sería más que una proyección ampliada del Estado-nación jacobino, Europa (occidental, central y oriental) debe reorganizarse desde la base hasta la cima, y los Estados existentes han de ir federalizándose hacia adentro para así mejor federarse hacia afuera, en una pluralidad de estatutos particulares atemperada por un estatuto común. Cada nivel de asociación debe tener su función y su dignidad propias, no derivadas de la instancia superior, sino basadas en la voluntad y en el consentimiento de todos los que en él participan. Así, a la cúspide del edificio sólo han de llegar las decisiones relativas al conjunto de los pueblos y comunidades federados: diplomacia, ejército, grandes decisiones económicas, puesta a punto de las normas jurídicas fundamentales, protección del medio ambiente, etc. La integración europea es igualmente necesaria en determinados campos de la investigación, la industria y las nuevas tecnologías de la comunicación. Respecto a la moneda única, debe estar administrada por un Banco Central sometido al poder político europeo.

7. Contra la despolitización, por el reforzamiento de la democracia

La democracia no apareció con la Revolución de 1789, sino que constituye una tradición constante en Europa desde la ciudad griega y las antiguas “libertades” germánicas. La democracia no se reduce ni a las antiguas “democracias populares” de los países del Este, ni a la democracia parlamentaria liberal hoy dominante en los países occidentales. Por democracia no hay que entender el régimen de partidos, ni tampoco el corpus procedimental del Estado liberal de derecho, sino que democracia es, ante todo, el régimen donde el pueblo es soberano. No es la discusión perpetua, sino la decisión con la vista puesta en el bien común. El pueblo puede delegar su soberanía en los dirigentes que designe, pero no abandonarla en provecho de éstos. La ley de la mayoría, que se desprende del voto, no significa considerar que la verdad proceda del mayor número: no es más que una técnica que permite asegurar al máximo la concordancia de objetivos entre el pueblo y sus dirigentes. La democracia es, finalmente, el régimen más capaz para tomar a su cargo el pluralismo de la sociedad: resolución pacífica de los conflictos de ideas y relaciones no coercitivas entre la mayoría y la minoría, donde la libertad de expresión de las minorías se deduce de su posibilidad de ser la mayoría de mañana.

En la democracia, donde el pueblo es el sujeto del poder constituyente, el principio fundamental es el de la igualdad política. Este principio es distinto del de la igualdad en derecho de todos los hombres, que no puede dar origen a ninguna forma de gobierno (la igualdad común a todos los hombres es una igualdad apolítica, pues carece del corolario de una desigualdad posible). La igualdad democrática no es un principio antropológico (no nos dice nada acerca de la naturaleza humana), no plantea que todos los hombres hayan de ser naturalmente iguales, sino solamente que todos los ciudadanos son políticamente iguales, porque todos pertenecen por igual a la misma polis. Es, pues, una igualdad sustancial, fundada sobre la pertenencia. Como todo principio político, implica la posibilidad de una distinción; en este caso, entre ciudadanos y no-ciudadanos. La noción esencial de la democracia no es ni el individuo ni la humanidad, sino el conjunto de los ciudadanos políticamente reunidos como pueblo. La democracia es el régimen que, situando en el pueblo la fuente de la legitimidad del poder, se esfuerza por llevar a cabo lo mejor posible la identidad de gobernantes y gobernados: la diferencia objetiva, existencial, entre unos y otros nunca puede ser una diferencia cualitativa. Esa identidad es la expresión política de la identidad del pueblo, que, mediante la elección de sus gobernantes, adquiere la posibilidad de hacerse políticamente presente a sí mismo. La democracia implica, pues, un pueblo capaz de actuar políticamente en la esfera de la vida pública. El abstencionismo, el repliegue sobre la vida privada, le quitan todo su sentido.

La democracia está hoy amenazada por toda una serie de desviaciones y de patologías: crisis de la representación, intercambiabilidad de los programas políticos, hurto de la consulta al pueblo para las grandes decisiones que afectan a su existencia, corrupción y tecnocratización, descalificación de unos partidos convertidos en máquinas para hacerse elegir y cuyos dirigentes sólo son seleccionados por su capacidad para hacerse seleccionar, despolitización bajo el efecto de la doble polaridad moral-economía, preponderancia de lobbies que defienden sus intereses particulares contra el interés general, etc. A esto se añade el hecho de que hoy hemos salido ya de la problemática política moderna: todos los partidos son más o menos reformistas, todos los gobiernos son más o menos impotentes. La “toma del poder” en el sentido leninista del término ya no conduce a nada. En el universo de las redes, la revuelta es posible, no la revolución.

Volver al espíritu democrático implica no contentarse tan sólo con la democracia representativa, sino intentar poner en práctica en todos los niveles una verdadera democracia participativa (“lo que concierne a todos debe ser asunto de todos”). Para eso hay que desestatalizar la política, creando espacios ciudadanos desde la base: cada ciudadano debe ser actor del interés general, cada bien común debe ser señalado y defendido como tal dentro de la perspectiva de un orden político concreto. El cliente-consumidor, el espectador pasivo y el individuo reducido a mero poseedor de derechos privados son figuras que sólo podrán ser superadas a través de una forma radicalmente descentralizada de democracia de base, que dé a cada cual un papel en la elección y en el dominio de su destino. El procedimiento del referéndum podría ser igualmente reactivado por la iniciativa popular. Contra la omnipotencia del dinero, única autoridad suprema de la sociedad moderna, hay que imponer lo más posible la separación de la riqueza y el poder político.

8. Contra el productivismo, por el reparto del trabajo

El trabajo (del latín tripalium, instrumento de tortura) nunca ocupó un lugar central en las sociedades arcaicas o tradicionales, incluidas aquellas que jamás conocieron la esclavitud. En la medida en que es una respuesta a las coacciones de la necesidad, el trabajo no puede en modo alguno realizar nuestra libertad —al contrario de la obra, donde uno expresa la realización de sí mismo. Es la modernidad, con su lógica productivista de movilización total de los recursos, la que ha hecho que el trabajo sea al mismo tiempo un valor en sí, la principal instancia de socialización y una forma ilusoria de la emancipación y la autonomía de los individuos (“la libertad por el trabajo”). Funcional, racional y monetarizado, este trabajo “heterónomo”, que los individuos realizan más frecuentemente por obligación que por devoción, sólo tiene sentido bajo el punto de vista del intercambio mercantil y se inscribe siempre en un cálculo contable. La producción sirve para alimentar un consumo que la ideología de las necesidades ofrece, de hecho, como compensación del tiempo que se ha perdido para producir. Las antiguas tareas de proximidad han sido así progresivamente monetarizadas, empujando a los hombres a trabajar para otros con el fin de pagar a quienes trabajan para ellos. El sentido de la gratuidad y de la reciprocidad se ha ido borrando progresivamente en un mundo donde nada tiene ya valor, pero donde todo tiene un precio (es decir, donde lo que no puede ser cuantificado en términos de dinero es considerado desdeñable o no existente). Y así ocurre con demasiada frecuencia que en la sociedad salarial uno ha de perder su tiempo para ganarse la vida.

La novedad es que, gracias a las nuevas tecnologías, hoy producimos cada vez más bienes y servicios con cada vez menos hombres. Este incremento de productividad hace que el paro y la precariedad se conviertan hoy en fenómenos estructurales, y ya no coyunturales. Y por otro lado, favorece la lógica del capital, que se sirve del paro y de la deslocalización para reducir la capacidad de negociación de los asalariados. De ahí resulta que el hombre ya no sólo es explotado, sino que además se convierte en algo cada vez más inútil: la exclusión sustituye a la alienación en un mundo globalmente cada vez más rico, pero donde cada vez hay más pobres (con la consiguiente muerte de la teoría clásica según la cual la riqueza particular beneficiaba a la generalidad). Como el retorno a una situación de pleno empleo se ha hecho imposible, la vía de solución más adecuada habría de consistir en romper con la lógica del productivismo y en empezar a pensar, desde ahora mismo, cómo salir progresivamente de esta era en la que el trabajo asalariado se ha convertido en el modo fundamental de inserción en la vida social.

La disminución del tiempo de trabajo es un dato que hace obsoleto el imperativo bíblico (“ganarás el pan con el sudor de tu frente”). Hay que estimular el reparto y la reducción negociada del tiempo de trabajo, pensando fórmulas ágiles (anualización, descansos sabáticos, estancias de formación, etc.) para todas las tareas “heterónomas”: trabajar menos para trabajar mejor y liberar tiempo para vivir. Por otra parte, en una sociedad como la actual, donde la oferta mercantil se extiende sin cesar mientras aumenta el número de quienes ven reducido o estancado su poder adquisitivo, se hace necesario disociar progresivamente trabajo y renta, estudiando la posibilidad de instaurar un salario general de existencia o una renta mínima de ciudadanía, dirigida sin contrapartidas a todos los ciudadanos desde su nacimiento hasta su muerte.

9. Contra la huida adelante financiera, por una economía al servicio de lo vivo


Aristóteles distinguía entre la “oeconomia”, que aspira a satisfacer las necesidades de los hombres, y la “crematística”, cuya única finalidad es la producción, la circulación y la apropiación del dinero. El capitalismo industrial se ha visto poco a poco dominado por un capitalismo financiero cuyo propósito es organizar la máxima rentabilidad a corto plazo, en detrimento del estado real de las economías nacionales y del interés a largo plazo de los pueblos. Esta metamorfosis se ha traducido en la desmaterialización de los balances empresariales, la titulación del crédito, el desencadenamiento de la especulación, la emisión anárquica de obligaciones no fiables, el endeudamiento de los particulares, de las empresas y de las naciones, el papel de primer plano que juegan los inversores internacionales y los fondos de inversión especulativos, etc. La ubicuidad de los capitales permite a los mercados financieros imponer su ley a los políticos. La economía real queda sometida a la incertidumbre y a la precariedad, mientras que las bolsas regionales de la inmensa burbuja financiera mundial estallan regularmente y ocasionan sacudidas que se propagan por todo el sistema.

Por otra parte, el pensamiento económico se ha petrificado en dogmas alimentados por formalismos matemáticos que aspiran al título de ciencia mediante la exclusión por principio de todo elemento no cuantificable. Así, los índices macroeconómicos (PIB, PNB, tasa de crecimiento, etc.) no indican nada sobre el estado real de una sociedad: las catástrofes, los accidentes o las epidemias se consignan en la contabilidad como valor positivo, pues aumentan la actividad económica.

Frente a una riqueza arrogante que no piensa más que en crecer especulando con las desigualdades y los sufrimientos que engendra, hay que volver a poner la economía al servicio del hombre dando prioridad a las necesidades reales de los individuos y su calidad de vida, instaurando a escala internacional una tasa sobre los movimientos de capital y anulando la deuda del Tercer Mundo al mismo tiempo que se revisa drásticamente el sistema del “desarrollo”: prioridad para la autosuficiencia y para la satisfacción de los mercados interiores, ruptura con el sistema de la división internacional del trabajo, emancipación de las economías locales frente a los dictados del Banco Mundial y del FMI, adopción de reglas sociales y ambientales que encuadren los intercambios internacionales. Finalmente, conviene salir progresivamente del doble callejón sin salida que representan una economía dirigida ineficaz y una economía mercantil hipercompetitiva, reforzando al tercer sector (asociaciones, mutualidades, cooperativas) y a las organizaciones autónomas de ayuda mutua (sistemas de intercambios locales), basados en la responsabilidad compartida, la libre adhesión y la ausencia de afán de lucro.

10. Contra el gigantismo, por las comunidades locales


La tendencia al gigantismo y a la concentración produce individuos aislados, y por ello vulnerables y desprotegidos. La exclusión generalizada y la inseguridad social son la consecuencia lógica de este sistema, que ha arrasado todas las instancias de reciprocidad y de solidaridad. Frente a las antiguas pirámides verticales de dominación, que ya no inspiran confianza, y frente a las burocracias, que cada vez alcanzan más rápidamente su nivel de incompetencia, hoy entramos en un mundo fluido de redes cooperativas. La antigua oposición entre una sociedad civil homogénea y un Estado-Providencia monopolístico está siendo superada poco a poco por la aparición en escena de todo un tejido de organizaciones creadoras de derechos y de colectividades deliberativas y operativas. Estas comunidades están naciendo en todos los niveles de la vida social, desde la familia al barrio, desde la aldea hasta la ciudad, desde la profesión hasta el terreno del ocio, etc.

Es solamente en esta escala local donde puede recrearse una existencia a la altura de los hombres, no parcelaria, liberada de los opresivos dictados de la rapidez, la movilidad y el rendimiento, apoyada en valores compartidos, y fundamentalmente orientada hacia el bien común. La solidaridad no puede seguir siendo la consecuencia de una igualdad anónima (mal) garantizada por el Estado-Providencia, sino que ha de ser el resultado de una reciprocidad llevada a cabo desde la base por colectividades orgánicas que tomen a su cargo las funciones de protección, reparto y equidad. Sólo personas responsables en comunidades responsables pueden establecer una justicia social que no sea sinónimo de una mentalidad de individuo asistido.

La vuelta a lo local, que eventualmente puede ser facilitada por el tele-trabajo en común, tiende por naturaleza a devolver a las familias su vocación (también natural) de ser instancias de educación, socialización y ayuda mutua, permitiendo así la interiorización de reglas sociales hoy impuestas exclusivamente desde el exterior. La revitalización de las comunidades locales debe también ir a la par con un renacimiento de las tradiciones populares, que la modernidad ha borrado o, aún peor, mercantilizado. Las tradiciones, que cultivan la convivencialidad y el sentido de la fiesta, imprimen ritmos a la vida y proporcionan puntos de referencia; las tradiciones celebran las edades y las estaciones, los grandes momentos de la existencia y los periodos del año, y con ello alimentan el imaginario simbólico y refuerzan el lazo social. Nunca congeladas, viven en constante renovación.

11. Contra la ciudad-hormigón, por unas ciudades de dimensión humana

El urbanismo sufre desde hace cincuenta años la dictadura de la fealdad, del sinsentido o del corto plazo: ciudades-dormitorio sin horizonte, zonas residenciales sin alma, suburbios grises que sirven como vertederos municipales, interminables centros comerciales que desfiguran la entrada de las ciudades, proliferación de “no-lugares” anónimos concebidos para usuarios con prisa, centros urbanos exclusivamente dedicados al comercio y a los que se ha despojado de su ambiente tradicional (cafés, universidades, teatros, cines, plazas, etc.), yuxtaposición de inmuebles sin un estilo común, barrios deteriorados y entregados al abandono entre dos chapuzas o, al contrario, permanentemente vigilados por guardias y cámaras-espía, desertización rural y superpoblación urbana…

Ya no se construyen hábitats para vivir, sino para sobrevivir en un entorno urbano desfigurado por la ley de la rentabilidad máxima y de la funcionalidad racional. Ahora bien, un hábitat es ante todo una habitación: trabajar, circular y habitar no son funciones que puedan ser aisladas, sino actos complejos que afectan a la totalidad de la vida social.

La ciudad debe ser repensada como el lugar de encuentro de todas nuestras potencialidades, el laberinto de nuestras pasiones y de nuestras acciones, antes que como la expresión geométrica y fría de la racionalidad planificadora. Arquitectura y urbanismo se inscriben, por otra parte, en una historia y una geografía singulares, y deben ser su reflejo. Esto implica la revalorización de un urbanismo arraigado y armonioso, la rehabilitación de los estilos regionales, el desarrollo de los pueblos y las pequeñas ciudades a modo de red en torno a las capitales regionales, la promoción de las zonas rurales, la destrucción progresiva de las ciudades-dormitorio y de las concentraciones estrictamente comerciales, la eliminación de una publicidad omnipresente, así como la diversificación de los modos de transporte: abolición de la dictadura del automóvil individual, transporte de mercancías por ferrocarril, revitalización del transporte colectivo, consideración a los imperativos ecológicos...

12. Contra el daimon de la técnica, por una ecología integral

En un mundo finito, no es posible que todas las curvas sean perpetuamente ascendentes: tanto los recursos como el crecimiento encuentran necesariamente sus límites. La rápida generalización a escala planetaria del nivel occidental de producción y consumo desembocará, en pocos decenios, en el agotamiento de la casi totalidad de los recursos naturales disponibles y en una serie de trastornos climáticos y atmosféricos de imprevisibles consecuencias para la especie humana. La desfiguración de la naturaleza, el empobrecimiento exponencial de la biodiversidad, la alienación del hombre por la máquina y la degradación de nuestra alimentación están demostrando que “cada vez más” no es sinónimo de “cada vez mejor”. Esta constatación, que rompe sin equívocos con la ideología del progreso y con cualquier otra concepción monolineal de la historia, ha sido muy justamente formulada por los movimientos ecologistas. Y nos obliga a tomar conciencia de nuestras responsabilidades respecto a los mundos orgánico e inorgánico en cuyo seno evolucionamos.

La “megamáquina” no conoce más principio que el de rentabilidad. Hay que oponerle el principio de responsabilidad, que ordena a las generaciones presentes actuar de tal manera que las generaciones futuras conozcan un mundo que no sea menos bello, menos rico y menos diverso que el que hemos conocido. Del mismo modo, hay que reafirmar la primacía del ser sobre el tener. En un paso más allá, la ecología integral llama a la superación del antropocentrismo moderno y a tomar conciencia de que el hombre y el cosmos se co-pertenecen. Esta trascendencia inmanente hace de la naturaleza una compañera, y no un adversario; no borra la especificidad humana, pero le deniega el lugar exclusivo que le habían otorgado el cristianismo y el humanismo clásico. Frente a la hybris económica y frente al prometeismo técnico, opone el sentido de la mesura y la búsqueda de la armonía. Es necesaria una concertación a escala mundial para establecer normas obligatorias en materia de preservación de la biodiversidad —el hombre tiene deberes también hacia los animales y los vegetales— y de disminución de las poluciones terrestres y atmosféricas. Las empresas o las colectividades contaminantes deben pagar tasas en proporción con su cantidad de emisiones negativas. Una cierta desindustrialización del sector agro-alimentario debería favorecer la producción y el consumo locales, al mismo tiempo que facilitaría la diversificación de las fuentes de aprovisionamiento. Los sistemas que respetan la renovación cíclica de los recursos naturales deben ser preservados en el Tercer Mundo y redesplegados prioritariamente en las sociedades “desarrolladas”.

13. Por la libertad del espíritu y el retorno al debate de ideas


Incapaz de renovarse, impotente y desilusionado ante el fracaso de su proyecto, el declinante pensamiento moderno se está metamorfoseando poco a poco en una verdadera policía intelectual, cuya función es excomulgar a todos aquellos que se apartan de los dogmas de la ideología dominante. Los antiguos revolucionarios “arrepentidos” se han adherido voluntariamente al sistema establecido, pero de sus antiguos amores conservan el gusto por las purgas y los anatemas. Esta nueva traición de los intelectuales se apoya en la dictadura de una opinión pública modelada por los media sobre el patrón de la histeria purificadora, de la sensiblería consoladora o de la indignación selectiva. En vez de intentar comprender el siglo que viene, se prefiere remover problemáticas obsoletas y reciclar argumentos que no son más que medios para excluir o descalificar. Por otra parte, la reducción de lo político a mera gestión óptima de un crecimiento cada vez más problemático excluye la opción de un cambio radical de sociedad e incluso, sencillamente, la posibilidad de una discusión abierta sobre las finalidades últimas de la acción colectiva.

El debate democrático se ve así reducido a la nada: ya no se discute, se denuncia; no se argumenta, se acusa; no se demuestra, se impone. Todo pensamiento, toda obra sospechosa de “desviación” o de “deriva” es acusada de simpatía consciente o inconsciente hacia unas ideas presentadas como repelentes. Incapaces de desarrollar un pensamiento propio o de refutar el de los otros, los censores se aplican ahora también a los juicios de intenciones. Este empobrecimiento sin precedentes del espíritu crítico se ve aún más agravado en Francia por el ombliguismo parisino, que reduce a algunos distritos de la capital el círculo de los medios frecuentables. Todo esto conduce a olvidar las reglas normales del debate. Se olvida que la libertad de opinión, cuya desaparición se acepta hoy con indiferencia, no admite, por principio, excepción alguna. Por miedo a la decisión y por desprecio a las aspiraciones del pueblo, hoy se prefiere cultivar la ignorancia de masas.

Para acabar con esta manta de plomo, la ND preconiza un retorno al pensamiento crítico, al mismo tiempo que milita por una total libertad de expresión. Contra toda censura, contra el pensamiento-clínex y contra la futilidad de las modas, la ND afirma más que nunca la necesidad de un auténtico trabajo del pensamiento. Militamos por un retorno al debate de ideas, al margen de las viejas divisiones que obstaculizan las posiciones transversales y las nuevas síntesis. Y hacemos un llamamiento al frente común de los espíritus libres frente a los herederos de Trissotin, de Tartufo y de Torquemada.

* Alain de Benoist es escritor, periodista y filósofo francés, autor de más de 50 libros. 
Charles Champetier es periodista y ensayista francés. 

Debate ideológico: POR 10, PCB 0

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